Siempre me causó una perversa fascinación la historia de Charles Mallory Hatfield, ya que fue uno de esos raros casos de embaucadores de finales del siglo XIX y principios del siglo XX que tuvieron la suficiente mala suerte como para que las promesas a sus clientes se cumplan.
Comenzaba la primera década, y Charles, tras haber probado varios trabajos como vendedor, decidiría dedicarse al negocio de la lluvia. Una actividad considerada como lucrativa en una época donde los tónicos para la juventud y la calvicie hechos con «recetas secretas» abundaban por las calles. Con su nuevo negocio en mente, nuestro fatídico héroe comenzaría a investigar maneras de hacer llover. Probando varias mezclas de químicos y sustancias, que tras mezclar ponía en tambores con el la intención de lograr una rápida evaporación y así distribuir la mezcla por las nubes. «Excitándolas» y llevando a una repentina liberación de su agua.
Por supuesto que esto no servía, ya que, y como sabemos hoy en día, para lograr una precipitación artificial en las nubes es necesario utilizar hielo seco o yoduro cristalizado -con el fin de condensar el vapor de agua en la nube.- Algo que los chinos aprendieron no debe ser abusado tras las Olimpiadas.
Pero una serie de afortunadas pruebas, y casualidades, llevaron a que Hatfield confíe en su «mezcla de 23 elementos». Así comenzaría a ofrecer sus servicios. Pasarían los años y sería artífice de una serie de pruebas fallidas y otras exitosas -en las que hubiese llovido igualmente de no haber estado Charles evaporizando su mezcla.- Pero su reputación crecería en gran medida, por lo que en 1915 se lo llamaría desde San Diego con el fin de contratar sus servicios para así llenar las reservas del lago Morena. San Diego, cuyo crecimiento demográfico había sido vertiginoso desde principios de década, debía además ese mismo año ser casa de la Panama-California Exposition, por lo que la necesidad por agua era desesperante.
El «Rainmaker» como ya era conocido en todo los Estados Unidos, accedería, entregando a las autoridades su pedido de pago en el cual establecía los márgenes de lluvia y cuánto debían pagarle por pulgada de la misma. No obstante, el consejo de San Diego le ofreciera 10 mil dólares por todo el trabajo. Hatfield aceptaría y comenzaría la construcción de una enorme torre cercana al lago desde la cual lograría la evaporación de su mezcla. Todo estaba listo, y para principios del 16 la torre comenzaría a funcionar.
Poco podría haber imaginado Charles que ese año comenzaría con una de las mayores tormentas registradas en San Diego. Los ríos y la reserva comenzaron a desbordar, arrastrando puentes y columnas de energía consigo y causando, en general, grandes pérdidas económicas, incluidos severos daños a las represas de Lower Otay y Sweetwater.
Como es de esperar, la prensa y la opinión pública se abalanzarían sobre el tan famoso «Rainmaker» exigiéndole respuestas. Hatfield, obviamente, respondería que su parte había sido cumplida, y que la ciudad le debía 10 mil dólares. Por supuesto, y como es de imaginar, el pago del servicio no llegaría nunca, incluso tras varios años de demandas judiciales.
Tras esto Hatfield continuaría con su carrera, más famoso aun. Incluso sería contratado para apagar un enorme fuego forestal en Honduras. No obstante, poco a poco su fama se iría perdiendo, lo dejaría su esposa y moriría a la edad de 83 años. Si bien su leyenda sería popular, hoy se cree que Hatfield basaba su «fábrica de lluvia» en su intenso conocimiento sobre meteorología. No obstante, Hatfield aseguraría incluso hasta el día de su muerte sobre su convicción en la efectividad de su técnica.
Más sobre inundaciones
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Enlaces relacionados
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